FILOSOFIA
 
BASES FILOSOFICAS DEL NEOCONSERVATISMO
Por Antonio T. de Nicolas

1. INTRODUCCION

Existe una línea divisoria que separa a los conservadores de los que en Estados Unidos se denomina “liberales” y que, para evitar confusiones denominaré “liberalistas” ya que difiere bastante del concepto europeo del liberalismo y se aproxima a la denominada socialdemocracia. También existe una línea divisoria entre los conservadores y los neoconservadores. He llegado a estas conclusiones después de vivir durante diecisiete años como profesor en la más liberal de las instituciones en la mayor democracia del mundo; me refiero a la State University de Nueva York. No es posible explicar con detalle lo que significa para el hombre el trabajo en estas condiciones liberalistas, aunque como consecuencia de dicho esfuerzo, el alma tiene que ejercitarse energéticamente para mantener su espíritu militante. Tampoco voy a entrar en detalles acerca de la triste conclusión de que en los universitarios liberalistas lo son porque no tienen libertad para ser otra cosa, porque carecen de las técnicas anímicas para caer en la tentación de adoptar cualquier especie de conservatismo político. Lo que sigue es un reflejo de mi experiencia.

Tomaré como primer punto de partida la afirmación del profesor W. Kendall, de que la línea divisoria es un frente de batalla entre cuyos dos bandos existe una guerra, la que separa a los liberalistas de los conservadores. No es fácil descubrir lo que se ventila en ese conflicto, aunque seamos capaces de captar alguna escaramuza concreta. Por ejemplo, las cuotas de inmigración (porcentajes sobre población que impidan discriminación racial); agujeros en el impuesto sobre la renta que deberá cubrir la ley aunque los ricos tengan que pagar el 92 por 100 de sus ingresos y no dejen herencia; si el Comité parlamentario sobre actividades antiamericanas debe ser abolido; el pleno empleo; las dimensiones de la deuda pública; las viviendas estatales; la ayuda federal a la educación; el carácter contractual de la justicia; el derecho a la igualdad incluso con la coactiva intervención gubernamental, etc.

Es aún más difícil fijar esta línea divisoria cuando ha estado moviéndose según las conveniencias de la derecha y de la izquierda. La Iglesia se ha situado a ambos lados de la línea, aunque quizás en los dos casos equivocadamente. Los individuos cambian de aliado, entre otras cosas, por la principal razón de que, a veces, la línea se escapa cuando hay que tomar decisiones o patrocinar causas.

Sin embargo, no es un interés pasajero o una simple curiosidad tratar de descubrir una línea divisoria en toda su extensión y no sólo en un punto local, y averiguar cómo se inició esta guerra general, y qué es lo que pasará cuando la guerra haya concluido o las batallas hayan sido ganadas.

Mi segundo punto de partida es la reivindicación de ciertos pensadores —como Tage Lindbom, desde la izquierda, y como Gonzalo Fernández de la Mora, desde la derecha— de que esta guerra y sus batallas sucesivas son como las sucesivas llamas de un mismo candelero, puesto que tienen su origen en el alma humana. Lindbom cree que la revolución liberalista entró en el área política con la Declaración de derechos del hombre de 1789; pero que, de hecho, es sólo la fachada de tres pasiones del corazón humano: igualitarismo, poder y codicia. Por su parte, Gonzalo Fernández de la Mora sitúa ciertas decisiones políticas bajo la rúbrica general de la envidia, otra vez una pasión del alma, y lo hace desde un nivel de fundamentación más radical que Lindbom.

El análisis que efectúa Kendall de la guerra entre lilberalistas y conservadores es una brillante y cortés argumentación para desenmascarar los argumentos liberalistas. En conjunto, su posición consiste en un consuelo para los conservadores: tienen la razón, pero no convierten a los adversarios. Lindbom y Fernández de la Mora dan más en el blanco cuando afirman que la actitud liberalista es religiosa, como la de la naturaleza caída, con lo cual permiten a los conservadores pensar que Dios está a su lado. Fernández de la Mora da en el centro de la diana cuando sostiene que la envidia es una división irracional del alma. Estos tres autores contribuyeron de diferentes maneras a preparar el entendimiento de los fundamentos del neoconservatismo, aunque sus esfuerzos deban interpretarse más como una estrategia para debilitar al enemigo y hacerle entrar en agonía que como un cimiento del neoconservatismo.

La posición de Fernández de la Mora es la más interesante desde el punto de vista filosófico. Sugiere que la división entre liberalistas y conservadores o, más generalmente entre izquierdas y derechas, nace de la pasión de la envidia. Demuestra que esta pasión lleva a suponer que las realizaciones de la civilización pertenecen legítimamente a las masas y que en ello se funda el presunto derecho a la igualdad, ignorando que tales realizaciones se consiguen gracias a grandes esfuerzos de ciertos individuos, mediante técnicas intelectuales, y según modelos que la envidia desconoce. La envidia es la raíz de la rebelión de las masas como ya había apuntado Ortega y Gasset.

En mi opinión, la envidia es la fuente de la distinción entre el “icono” o buena imagen, y el “simulacro” o mala imagen como luego veremos. Estos tres autores se olvidan de la historia en este punto. El filósofo que trató de educar a los liberalistas de su tiempo fue condenado a muerte por la democracia, pues algunos de sus alumnos se habían convertido en tiranos de Atenas. Lo que yo creo que falta es una descripción clara de lo que divide a conservadores y liberalistas desde los orígenes de Occidente. Eso es lo que habría que averiguar en vez de caracterizar esa división en vez de caracterizar esa división de acuerdo con los datos próximos y, luego, readaptar el pasado a ese concepto contemporáneo.

Si los liberalistas y los conservadores tienen pasiones irreductibles, la pasión no los pondrá de acuerdo. Si los liberales y los conservadores discuten, tampoco parece que sus argumentos vayan a ponerles de acuerdo. En cualquier caso, no podemos dar por supuesto que el neoconservadurismo es una posición perfectamente definida y conocida. Tampoco sería correcto suponer que no es necesario diferenciar el conservatismo del neoconservatismo.

2. LAS RAICES DEL LIBERALISMO

La ciencias, más que la vida ordinaria y que la política, formulan sus reivindicaciones según un “método de división” que sirve para fundamentarlas. Desde Aristóteles, el método de división de los objetos consiste en clasificarlos según un esquema que va desde los más elevados géneros hasta las especies inferiores. La filosofía y la teología cristianas siguieron el mismo método y extendieron el Ser a todo lo que existe desde los géneros superiores hasta los particularismos del individuo concreto. Lo excéntrico y lo divergente se dejó de lado, y continuamos dejándolo en nombre de lo “esencial”. El conocimiento científico trata de reducir la realidad a tales esencias. Se presupone que, para comprender la realidad, hay que ordenarla y distribuirla según técnicas internas de abstracción y de lógica matemática y, en general, según principios intelectuales, que son ahistóricos y abstractos.

Lo que define esta tradición filosófica es la obsesión por la definición, por los primeros principios, y por la continua necesidad de alcanzar niveles más elevados de abstracción hasta llegar a un punto en el que la conformidad global con los actos del intelecto conduzca a una visión de igualitarismo universal. Ese es el proceso que ha seguido nuestra cultura desde el estado mitológico (igualdad ante Dios), el ideológico (igualdad entre los hombres) y el científico (igualdad factual).

Señalemos al margen que, aunque la igualdad ante Dios fue afirmada por el cristianismo, el igualitarismo moderno no tiene como modelo el monástico o el de la confraternidad mística, sino el de las prisiones.

3. LOS FUNDAMENTOS DEL NEOCONSERVADURISMO

Es obvio que hay que distinguir entre el conservadurismo clásico y el moderno. El clásico trata de proteger instituciones y procedimientos cuya debilidad no los hacía dignos de ser conservados. Los neoconservadores pretenden mantener algo más profundo y más duradero.

Estamos frente a las raíces de la especie humana y, por tanto, ante sus posibilidades de continuidad y de renovación. Se trata de raíces que no son sólo fundamentales, sino biológicas; mecanismos internos que afectan a la continuidad de la especie.

Con anterioridad a la tradición que ejemplifica Aristóteles con su método de división, aparece otro que propone Platón en sus diálogos como un proyecto de filosofía, y de fundación y organización de la Polis. Este método no consiste en la aplicación de técnicas cognitivas artificiales, que solo nos suministran la sombra de la realidad, sino en directivas de una voluntad entrenada para seleccionar lo mejor entre lo posible. Este método se centra en la calidad de los actos realizados, en la distinción entre cosas e imágenes, entre originales y copias, entre buenas copias y simulacros. Las pretensiones son juzgadas internamente en cuanto se insertan en una línea que separa lo puro de lo impuro, y lo auténtico de lo inauténtico. El método platónico no se dirige primariamente hacia lo “extenso” (determinación de las especies en su género), sino hacia lo “profundo”, es decir, a seleccionar la pretensión verdadera de la falsa, y la vida maliciosa de la bondadosa. Si las decisiones adoptadas son buenas, producirán formas visibles buenas. La calidad de la forma es la medida de la calidad del invisible acto o decisión interior.

En esta distinción reside, a mi juicio, el fundamento que separa a conservadores de neoconservadores. Los conservadores toman como modelo de lo que hay que conservar la forma visible de ciertas instituciones, clases, privilegios, poderes, etc. El neoconservador se interesa por el acto invisible que crea las formas visibles, instituciones y modelos. Este acto es la medida de la jerarquía de valores y de la dignidad de los miembros de una sociedad. La forma visible es la medida del acto invisible, y si aquélla es buena, éste lo será también; y no viceversa. Según Platón, Homero fue un mal poeta social puesto que no proyectó ninguna forma política, y rebajó a los dioses haciéndolos imitadores de los hombres; en cambio, Pitágoras le pareció un buen poeta porque construyó buenas comunidades.

Según este método, los actos crean la desigualdad social y los más imaginativos ocupan la cumbre de la jerarquía. La calidad de los actos crea la capacidad de juzgar y de elegir lo mejor entre lo posible. Y, como consecuencia de estos actos, se crean las verdaderas “comunidades”, y no las sociedades abstractas. Una comunidad atempera las tentaciones de la codicia individual y de la manipulación colectiva. La educación y el entrenamiento para la calidad permiten que una comunidad viva para sí misma y no por debajo o por encima de sí misma.

4. LAS CONSECUENCIAS DEL NEOCONSERVADURISMO

El neoconservadurismo se sitúa en esta región intermedia en la que, según Platón, se entendías los hombres y los dioses, un ámbito en el que los actos realizados unen a la comunidad en una cualidad que reconocen todos sus miembros. Pero la calidad e los actos puros y la selección de los mismos requiere, según Platón, modelos. Estos modelos revisten la forma de mitos en La República, Fedro, El Político o Timeo.

El proyecto platónico de un Estado feliz se refiere básicamente a actos internos que toman como primaria su relación de Igualdad y Semejanza con un acto original invisible que origina las formas perfectas. Estos actos internos hacen viable lo invisible y su calidad es proporcional a su parecido con el original. La cumbre de la perfección es la producción de buenos iconos o imágenes, y lo inferior es la aparición de repeticiones y simulacros. Los simulacros son algo peor que las malas imágenes porque niegan la necesidad y la existencia de originales o modelos. Para Platón, el primer ejercicio político es el de convertir lo muerto en fuente de recreación del acto que en el pasado creó la primera comunidad o Estado. Lo muerto se renueva en los vivos, y así continúa la historia. Los humanos estamos neurofisiológicamente empeñados en una empresa común: la adecuación del alma a Dios, no a las cosas que nosotros producimos y desechamos. Esta adecuación es el ejercicio político primario, el entrenamiento básico para vivir en el Estado. Recordar ahora los textos es construir la historia. Para esto no es necesario ser trascendentalista ni profético, ni creer en utopías terrestres ni sentir la necesidad de destruir los iconos o las técnicas de su formación.

Sin embargo, el simulacro es desconcertante, aparece razonable toda la razón, y en su despertar ha poblado la tierra con un reguero de víctimas. Para que una copia sea como el original y esté fundada en una identidad de actos, la copia debe contener la imagen y el parecido del original. En El Sofista, Platón distingue entre copias icónicas y simulacros fantasmales. Los iconos o copias son las buenas imágenes y están dotadas de parecido, esto es, de relación y proporción con su modelo. En cambio, los simulacros son copias de copias, son un icono o imagen degradada sin parecido ni semblanza. Es como un ángel o una criatura caídos que retienen la imagen de Dios; pero han perdido el parecido. Este es el estado de pecado del liberalismo. El simulacro incluye el poder de cubrir y de excluir toda originalidad, toda historia; sus construcciones incluyen el punto de vista del observador; ha interiorizado una desemejanza. Esta desemejanza, centro ciego o perspectiva descentrada, este punto de vista ocupado por el observador es la huida de la imagen original, es una progresión hacia lo sin fronteras, una subversión de la historia, un rechazo a los límites, de lo Igual y de lo Parecido. Es también una negación del original y de su copia, es el nacimiento de la “simulación”, de lo inauténtico, todo lo cual no suministra un criterio para repudiar lo falso.

En consecuencia, el moderno espíritu liberalista ha perdido la fe en sus expositores de los siglos XVIII y XIX: Descartes, Kant, Hegel, Marx. El escepticismo hacia ellos es ahora universal. Con este escepticismo el hombre moderno y el postmoderno sólo están sensibilizados para el perpetuo cambio, y así se refuerza su capacidad para sostener lo inconmensurable. Hemos localizado el centro de la insensatez individual y del fracaso de los expositores globales. La afirmación neoconservadora es el único camino comunitario que queda en la edad contemporánea.

Las guerras políticas no las ganan los que poseen la verdad o los mejores argumentos. Para ganarlas hace falta llevar adelante un programa con una visión clara. Por eso, la primera tarea de un movimiento político es mantener lúcida esa visión. Como escribía Tennyson acerca de Platón en Camelot: “La ciudad se construye para la música; pero nunca se termina y, sin embargo, se edifica para siempre”. Debemos renunciar a la pretensión de que la verdad sólo se expresa con conceptos. La verdad de las intuiciones se capta con imágenes; en el fondo todos los conceptos rebotan sobre el muro de una imagen. Lo fundamental no puede ser expresado, ni creado, ni rehecho sólo con conceptos. La garantía de la supervivencia de una comunidad política es la calidad del acto por el cual son captadas vivas las imágenes originales.

Necesitamos una educación que dote a los jóvenes del sentido de lo bueno, y un programa de selección que atienda a la capacitación de los mejores para conducir a la comunidad hacia el bien del mayor número.

Necesitamos un programa neoconservador que promueva a los capaces de realizar actos beneficiosos para la comunidad.

Precisamos una firme determinación de colaborar con otras sociedades de Europa, Asia, Africa, América y de Oriente en una empresa común que unifique el nivel de calidad de los actos y no sólo el nivel externo de los intereses.

Necesitamos admitir el hecho inevitable de que no todos se unirán a este esfuerzo y de que, por lo tanto, hemos de mantenernos vigilantes acerca de la calidad de lo que pronunciamos como una contraoferta de lo que brinden los demás.

Necesitamos un plan de acción que no se contente con refugiarse en el santuario de al propia verdad, sino que trate de buscar activamente el incremento de la verdad en mutua comunión con otras sociedades.

Y, aunque nuestro objetivo no es convertir, nuestro plan de acción debe estar abierto a todos sin distinción de raza, religión, sexo o entorno familiar. Que sea la calidad el único criterio para todos los actos humanos.